domingo, febrero 03, 2008

LA ENAJENANTE PROMOCION DEL RUIDO (*)
La polución sonora denuncia, donde reina, una perversa distorsión de la vida en común y Buenos Aires, hay que saberlo, figura entre las metrópolis más ruidosas del planeta. Señalaba LA NACION en uno de sus editoriales recientes que "probablemente sea difícil convencer a nuestros jóvenes" de los riesgos auditivos que corren, expuestos como están al estruendo musical. Esa dificultad resulta de un hecho decisivo que ese mismo editorial recordó: "La sociedad argentina suele vivir en ambientes donde la estridencia manda, porque gritar rinde más beneficios que sentarse a dialogar." De hecho, así es. Del griterío son oficiantes, en nuestra ciudad, desde los animadores más populares de la radio y la televisión hasta los devotos del teléfono celular, propensos a evacuar sus necesidades elocutivas, sin la menor discreción, en los espacios públicos. El coro patético de los vociferadores se hace oír asimismo en cafés y en restaurantes. Se grita en el Parlamento casi tanto como en las canchas. Aturden los motores en las calles y avenidas, y toda la ciudad, inmersa en ese desenfreno acústico, se convierte en un inmenso basural sonoro. ¿Qué otra cosa podrían hacer nuestros adolescentes, dependientes como son por más libres que se crean, en un escenario social que los alienta a cultivar la promoción de la sordera como un estilo de vida más que recomendable? No obstante, lo que hoy quiero no es describir lo que ya conocemos y, conscientemente o no, padecemos todos por igual, sino explorar el valor sintomático que reviste este fenómeno. El nos habla a las claras, por una parte, del fracaso, también en este orden, del Estado; un orden que se inscribe en el campo de los derechos cívicos y del resguardo de la salud pública. Por otra, nos remite a una notable merma de la educación ciudadana a la que, no casualmente, solía designarse con el término urbanidad. Ello para no hablar del deterioro que sufre la adultez como valor y como deber: padres que predican con el mal ejemplo, maestros que se prefieren cómplices a educadores. En suma: una comunidad que vive inmersa, con egoísmo y extraño deleite, en el pantano que debería ayudar a secar en vez de afianzarlo con su insensibilidad. La promoción del ruido implica enajenación, ceguera ante la magnitud del mal que también destruye a quienes se creen invulnerables a sus efectos. Se trata de una adicción y debe ser combatida. Esta siniestra afición al estruendo ya arrancó al siglo XIX más de una reflexión dolida y, entre ellas, la de Arturo Schopenhauer: "Hace mucho me convencí de que la capacidad que un hombre tiene de soportar el ruido está en razón inversa a su inteligencia." La proliferación del estruendo, que aísla y aparta, sólo puede prosperar donde los demás importan cada vez menos y donde tampoco uno importa como sujeto capaz de ejercer la crítica y la autocrítica. Esta creciente agonía de la lucidez y el sentido común promueve un simulacro de convivencia donde lo multitudinario pasa a ser sinónimo exclusivo de cercanía y comunicación. La polución sonora constituye, en fin, junto con la congestión urbana y el deterioro climático, una de las patologías sociales más graves del presente. Señala, con su creciente persistencia, un hondo extravío espiritual que desmiente la jactancia de quienes se ufanan de vivir en una época que ha derrotado la barbarie mediante el desarrollo. Habrá que ser moderados y deponer ese triunfalismo hueco si se quiere acertar en la búsqueda de las soluciones indispensables. Y ello, necesariamente, significa aprender a escuchar lo que nos pasa.
(*) Santiago Kovadloff

No hay comentarios.: