¿Hasta dónde somos capaces de llegar con las negaciones? ¿Hasta qué punto la vanidad nos borra la objetividad? ¿Creemos acaso que la mentira tiene patas largas? ¿Pensamos que el mundo que nos rodea es tonto? Todas esas preguntas surgen en mi mente perturbada de señor grande cada vez que veo las fotos retocadas -más que retocadas, remanoseadas- de gente pública y notoria a la que en esta época, con muy poco misterio y escandalosa exposición el público, se la puede ver diariamente en la tele, donde a pesar de los filtros y truquitos -absolutamente lícitos y comprensibles, pero que no llegan a la borratina del proceso de photoshop - están en evidencia las marcas que la vida deja en todo bicho que camina.
Un viejo foxtrot llevaba por título Es pecado mentir . Estaba muy de moda allá por los años 40 y, si bien ya lo había dicho antes la Biblia sin tanto swing pero muy clarito, esas mentiras de la vanidad siempre atribuidas al género femenino, pero que todos sabemos son también muy frecuentes en señores que se niegan a pasar al equipo de veteranos, eran y son consideradas inocentes y cuasi libres de pecado. En un mundo que siempre sobrevaloró la juventud y despreció la vejez, es muy lógico encontrar personas que quieran prolongar lo más posible su lozanía y agilidad. Dietas, cirugías y gimnasia forman el cóctel más popular para conservar las delicias de la juventud eterna. La coquetería, lejos de ser un pecado, es una caricia para los que la practican y un solaz para los que la contemplan. Es fantástico ver a personas que, sea cual sea su posibilidad material, se esfuerzan por estar siempre impecables, como recién salidas de la ducha. Pero de ahí al peligroso pacto con el diablo por atrasar el reloj biológico hay grandes diferencias.
El paso del tiempo es un proceso natural al que no se puede vencer con mentiras, gambetas o triquiñuelas. Lo que sí podemos hacer es transitarlo con humor, sensatez y coherencia. Pero, ¿es sensato permitir que se publique una foto de nuestro rostro tan retocada que llegue al límite de hacernos parecer más jóvenes que cuando éramos realmente jóvenes? Porque hay algunas portadas donde la cara famosa es una cara que jamás poseyó ese ser humano sin expresión que sonríe con labios hinchados y mira con ojos de un color extraño, mezclando el color original con el de la lente de contacto y el filtro fotográfico, o sea, un verdadero monstruo de belleza artificial que se asemeja a un cadáver mal maquillado. Y eso no es sentido del humor, sino ridículo grotesco, lugar de donde se suele no volver.
Existen la luz del día, la penumbra del crepúsculo, la oscuridad de la noche y el resplandor del amanecer. Cada cosa tiene su encanto y su peligro. ¿Qué sería de nosotros si viviéramos días eternos o noches sin fin? Seguramente nos volveríamos locos y mucho más neuróticos de lo que somos. ¿Por qué empeñarnos, entonces, en no transitar el camino de la vida con la mejor salud posible, sin claudicar en nuestros placeres desterrando prejuicios? Claro que podemos sentirnos eternamente jóvenes, y eso no se logra en quirófanos mágicos ni con photoshop ; se logra compartiendo nuestras experiencias con jóvenes para actualizarse y no quedar rezagados en cuanto a lo que pasa en el mundo y en los porqués de cada época, se consigue ese estado de gracia contando nuestras vivencias, nuestras equivocaciones, nuestras grandezas y nuestras miserias, debatiendo la utilidad de todo lo nuevo y la perdurabilidad de los valores clásicos -que nunca serán viejos porque significan respeto a la dignidad- y también tomando con humor nuestros achaques, nuestros olvidos y confusiones. Esa artritis, esa miopía o esa sordera que confunde "suerte" con "muerte", "jamón" con "jabón" y "sordo" con "gordo". Riámonos de nosotros con nosotros antes de que se rían los otros, y pensemos que cuando éramos adolescentes también nos olvidábamos de todo y nos decían "cabeza de novio" o "está en la edad del pavo". El ciclo de la vida es así. Nacemos berreando, desnudos y dependientes, envejecemos berreando, vestidos (¡menos mal!) y dependientes otra vez. De cada uno depende que el camino haya sido más o menos penoso, y allí estarán las fotos que, desde la cuna hasta el retiro, irán mostrando qué hicimos bien y qué hicimos mal. Dicen las malas lenguas que después de los 50 años uno tiene la cara que se merece y que por lindo que seas genéticamente y por más cirugías y photoshops que te hagan, allá en el fondo del maquillaje se adivina quién vivió bien y quién vivió al soberano cohete.
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El autor es actor y escritor