Abatidos por los problemas, derrotados por los obstáculos que se interponen entre nuestras metas y los logros, y hartos de las traiciones y decepciones, es casi imposible que, al menos una vez, no hayamos afirmado con absoluta convicción: "¡No creo en nada ni en nadie!" Pero si en ese mismo momento suena nuestro teléfono y, al atender, oímos la voz de un ser querido al que hace años no vemos y nos saluda con el afecto de siempre, nuestro escepticismo cae como un castillo de naipes y una esperanza indomable nos cosquillea el alma, nos lleva a otra época quizá más feliz y, al conjuro de la voz amiga tanto tiempo ausente, volvemos a creer al menos en esa persona. Somos frágiles disfrazados de fuertes, temerosos con apariencia omnipotente e inseguros con coraza de hierro para que no nos hieran demasiado. Es tan difícil mantener viva la llama de la esperanza que muy a menudo sentimos su falta total. ¿Cómo tener esperanza en el género humano cuando uno ve, oye y palpa tanta crueldad y violencia? ¿Cómo no sentir un derrumbe moral al leer que países con un grado de miseria aberrante gastan sumas enormes en comprar armas mientras sus pueblos mueren de hambre? ¿Cómo podemos autodenominarnos seres humanos si consentimos, por omisión y silencio, horrores cotidianos de maltrato a niños y a viejos indefensos? Y ése es apenas un pequeño grupo de preguntas que debemos hacernos; hay muchos aspectos más que ayudan a descreer de la humanidad. Pero como las cosas no son tan simples, para cada golpe mortal a la sensatez y a la piedad hay también caricias que seres humanos de todo el globo practican día a día y que nos devuelven el alma al cuerpo. En una lucha desigual, pero no por eso menos importante, un grupo de personas decreta guerras, crea hipótesis de conflicto, esparce xenofobias y paranoicas búsquedas de culpables necesarios mientras otro grupo de personas abre refugios para perseguidos, comedores para hambrientos, hospitales de campaña para las víctimas del horror. Se destruye en un santiamén y se reconstruye en años y años; por eso, la lucha entre la esperanza y la desesperanza es tan terrible y tan ardua. Pero sigue siendo lo único que podemos hacer para no entregarnos al pesimismo y a la negación de lo mejor de nuestro espíritu. La necesidad de creer es casi tan imperiosa como la de vivir. La comprobación diaria del sol saliendo cada mañana es la confirmación de que todo es posible. Pero todo se estrella contra el muro de la depresión, esa enfermedad tan indefinible como letal que echa por tierra todas nuestras ilusiones y quimeras y que los que tenemos el privilegio de no haber sido atacados por ella debemos agradecer a nuestra fortuna por habernos librado de semejante maldición. Ellos, los que la padecen, viven un infierno en el que las salidas parecen estar herméticamente cerradas y donde los caminos llevan a la derrota y al suicidio. Es muy grande la diferencia entre ese terrible flagelo y las "neuras", "ataques de bronca" y "rebeliones contra alguna mala racha" que nos llevan a pensar que nada vale la pena. Por eso es inexcusable que personas sanas se entreguen tan fácilmente a la barranca abajo que problemas graves, pero solucionables, nos hacen ver nuestra existencia como algo descartable. Cuando pensamos que no le importamos a nadie y que nadie nos va a extrañar cuando nos vayamos de este mundo, no tenemos más que mirar a algún perro abandonado, hacerle una caricia y llevarlo a casa, y ese rabo a cien kilómetros por hora esperando que una golosina le corte la baba del hambre atrasada dará un sentido nuevo al peor vacío emocional y nos hará sentir otra vez importantes para alguien. Como decía Discépolo. "la lucha es cruel y es mucha", pero vale la pena. La voz del amigo ausente que vuelve o la cola del perro agradecido son puentes de salvación para los que tenemos la suerte de seguir creyendo.
(*) Autor: Enrique Pinti
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