Los Líderes y el Reto de ser Popular
La presión social por respuestas urgentes a los problemas en varios países europeos fuerza a rápidos recambios de dirigentes, que no logran sostener sus niveles de imagen
Por Luisa Corradini
PARÍS.- El 5 de julio de 1945, apenas 57 días después de la capitulación nazi, Winston Churchill fue derrotado en las urnas y debió alejarse del poder. A pesar de haber sido el principal artesano de la victoria, pagó el precio de las privaciones y sacrificios que vivió Gran Bretaña para poder ganar el conflicto.
Tan vertiginoso fue ese proceso que Churchill ni siquiera pudo asistir 12 días más tarde a la conferencia de Postdam con los otros dos padres de la victoria: Franklin D. Roosevelt y José Stalin.
Esa lección de la historia muestra claramente la fragilidad que tiene la popularidad en política. Lo que resultaba sorprendente en 1945, se convirtió en una evidencia a medida que los medios electrónicos y las perversiones de la vida política -como las encuestas, las exigencias de simpatía o el reclamo de carisma- aceleraron el tiempo y acortaron los plazos de tolerancia.
La crisis que atraviesa el mundo confirma -si hacía falta- que las sociedades bajaron su nivel de tolerancia y no soportan las frustraciones, aunque hayan sido el resultado de expectativas desmesuradas.
Roosevelt fue el presidente norteamericano que en 1932 impuso los famosos 100 días para poner en marcha la economía de un país destruida por tres años de depresión. Pero el actual presidente francés, François Hollande, no tuvo siquiera ese plazo de gracia: dos meses después de haberse instalado en el Palacio del Elíseo, los semanarios políticos comenzaron a poner en duda su capacidad de gobernar, a exigir medidas espectaculares y a preguntarse si no había sido un error elegirlo. A los 100 días de llegar al poder había perdido 17 puntos de popularidad y actualmente enfrenta 51% de opiniones desfavorables sobre su gestión de gobierno.
En el caso de Francia, esa impaciencia es el resultado de la dinámica vertiginosa que le imprimió Nicolas Sarkozy al ejercicio del poder. Durante los cinco años que duró su gobierno, de 2007 a 2012, hizo un anuncio espectacular por día -que luego no se tradujo en medidas o programas de acción y ni siquiera tuvo seguimiento-, un viaje por semana y lanzó varias reformas por año. Incluso sus propios ministros decían que gobernaba con la mirada puesta en el noticiero de televisión de la noche y en los titulares de la mañana siguiente. "Tenemos que ocupar todo el espacio disponible y no dejar tiempo para pensar", le decía su consejero de comunicación, Franck Louvrier.
El frenesí de Sarkozy coincidió con la ansiedad de la opinión pública, que -angustiada por la crisis- aumenta en forma permanente su demanda de acción política o, por lo menos, la sensación de movimiento. El hámster que corre sobre una rueda cree que avanza.
A ese estado de zozobra se suma la obsesión de la sociedad con su insaciable búsqueda de nuevas personalidades políticas y el estrés que le inyectan a la sociedad los talk-shows sensacionalistas.
Otro factor de desconcierto es la confusión que producen las tres características sobresalientes de un líder: su carisma para seducir electores, su capacidad para ejercer el poder y su talento para gobernar. No todos poseen las tres, como puede testimoniar Silvio Berlusconi. Entre los casi 200 presidentes y jefes de gobierno que hay en el mundo, alcanzan los dedos de una mano para contar los verdaderos estadistas. Pero incluso ese puñado está sometido a las voraces exigencias de la sociedad.
Esa búsqueda de respuestas inmediatas, que algunos politólogos definen como zapping político, devoró a 17 dirigentes desde el comienzo de la crisis europea (Islandia, Letonia, Hungría, Ucrania, Irlanda, Gran Bretaña, Portugal, Irlanda, Rumania, Eslovaquia, España, Italia, Francia, Grecia dos veces, Holanda y Finlandia). Y los recién llegados al poder empiezan a tambalear bajo la presión que ejercen las sociedades impacientes, como ocurre con David Cameron, en Gran Bretaña, y Pedro Passos Coelho, en Portugal. El crédito político también se le agotó rápidamente a Mariano Rajoy en España, que asumió a fines de 2011.
Muchos de esos dirigentes, como Hollande y otros líderes europeos, son prisioneros de circunstancias existentes que no pueden modificar con un golpe de varita mágica. Barack Obama heredó dos guerras y la peor crisis financiera que conoció Estados Unidos desde 1929.
La sensación de estar permanentemente al borde del precipicio, con la sociedad soplándole en la nuca, puede ejercer a veces un efecto paralizante sobre los responsables. Esa incapacidad para adoptar decisiones sobre problemas cruciales es lo que el ensayista Moisés Naím define como "el fin del poder".
"Esto no significa que el poder vaya a desaparecer o que ya no haya actores con inmensa capacidad para imponer su voluntad a otros. Significa que el poder se ha hecho cada vez más difícil de ejercer y más fácil de perder", argumenta.
FUENTE: http://www.lanacion.com.ar/1517059-los-lideres-y-el-reto-de-ser-popular